lunes, 13 de mayo de 2013

LIBROS QUE HE LEIDO: VIENTOS DE CUARESMA (Leonardo Padura)



EL AUTOR

Leonardo Padura Fuentes (La Habana, 1955) es un novelista y periodista cubano, conocido especialmente por sus novelas policiacas del detective Mario Conde. El Gobierno de España concedió en 2011 la ciudadanía de ese país a Padura, quien sigue viviendo en Cuba.

Nacido en el barrio de Mantilla, hizo sus estudios preuniversitarios en el de La Víbora, de donde es su esposa Lucía; naturalmente, estas zonas de La Habana, muy ligadas espiritualmente a Padura, se verán reflejadas más tarde en sus novelas. Padura estudió Literatura Latinoamericana en la Universidad de la Habana y comenzó su carrera como periodista en 1980 en la revista literaria El Caimán Barbudo; también escribía para el periódico Juventud Rebelde. Más tarde se dio a conocer como ensayista y escritor de guiones audiovisuales y novelista.



Su primera novela —Fiebre de caballos—, básicamente una historia de amor, la escribió entre 1983 y 1984. Pasó los 6 años siguientes escribiendo largos reportajes sobre hechos culturales e históricos, que, como él mismo relata, le permitían tratar esos temas literariamente.  En aquel tiempo empezó a escribir su primera novela con el detective Mario Conde y, mientras lo hacía, se dio cuenta "que esos años que había trabajado como periodista, habían sido fundamentales" en su "desarrollo como escritor". "Primero, porque me habían dado una experiencia y una vivencia que no tenía, y segundo, porque estilísticamente yo había cambiado absolutamente con respecto a mi primera novela", explica Padura en una entrevista a Havana-Cultura.

Las policiacas de Padura tienen también elementos de crítica a la sociedad cubana. Al respecto, el escritor ha dicho: "Aprendí de Hammett, Chandler, Vázquez Montalbán y Sciascia que es posible una novela policial que tenga una relación real con el ambiente del país, que denuncie o toque realidades concretas y no sólo imaginarias".

Su personaje Conde —desordenado, frecuentemente borracho, descontento y desencantado, "que arrastra una melancolía", según el mismo Padura— es un policía que hubiera querido ser escritor y que siente solidaridad por los escritores, locos y borrachos. Las novelas con este teniente han tenido gran éxito internacional, han sido traducidas a varios idiomas y han obtenido prestigiosos premios. Conde, señala el escritor en la citada entrevista, refleja las "vicisitudes materiales y espirituales" que ha tenido que vivir su generación. "No es que sea mi alter ego, pero sí ha sido la manera que yo he tenido de interpretar y reflejar la realidad cubana", confiesa.

Conde, en realidad, "no podía ni quería ser policía" y en Paisaje de otoño (1998) deja la institución y cuando reaparece en Adiós Hemingway (2001) está ya dedicado a la compraventa de libros viejos.

Tiene también novelas en las que no figura Conde, como El hombre que amaba a los perros (2009), donde las críticas a la sociedad cubana alcanza sus cotas más altas.

Padura ha escrito también guiones cinematográficos, tanto para documentales como para películas de argumento.

Vive en el barrio de Mantilla, el mismo en el que nació. Al preguntarle por qué no puede dejar La Habana, el ambiente de su historia, ha dicho: “Soy una persona conversadora. La Habana es un lugar donde se puede siempre tener una conversación con un extranjero en una parada de guaguas”.

EL LIBRO

En los infernales días de la primavera cubana en que llegan los vientos calientes del sur, coincidiendo con la Cuaresma, al teniente Mario Conde, que acaba de conocer a Karina, una mujer bella y deslumbrante, aficionada al jazz y al saxo, le encargan una delicada investigación. Una joven profesora de química del mismo preuniversitario donde años atrás estudió el Conde ha aparecido asesinada en su apartamento, en el que aparecen además restos de marihuana. Así, al investigar la vida de la profesora, de impoluto expediente académico y político, el Conde entra en un mundo en descomposición, donde el arribismo, el tráfico de influencias, el consumo de drogas y el fraude revelan el lado oscuro de la sociedad cubana contemporánea. Paralelamente, el policía, enamorado de la bella e inesperada mujer, vive días de gloria sin imaginar el demoledor desenlace de esa historia de amor.



IMPRESION PERSONAL

Un gran amigo mío, conocedor a fondo de la literatura cubana y cuyo blog, LA BIBLIOTECA CUBANA DE BARBARITO,  no sólo recomiendo sino que considero de imprescindible lectura para todos aquellos interesados en la literatura cubana contemporánea, me dijo algo que se me quedó grabado. "Este Leonardo Padura escribe muy buenas historias, pero es que además escribe bien". La expresión tiene mucha más profundidad de lo que a simple vista pudiera parecer. Y es que leer cualquier libro de Leonardo Padura, aparte del interés intrínseco de la misma historia que nos relata, es un placer para los sentidos. Las descripciones son magistrales y los personajes tienen alma, vida propia, son cubanos de aquellos años, son sus virtudes y sus defectos. Representan casi todos los tipos sociales que se podían encontrar en La Habana a finales de los años 80 y principios de los 90. Y es que Padura siempre ha vivido en Cuba, le encanta su ciudad, La Habana, y la vive día a día. Esto, lógicamente, hace que su percepción de la propia ciudad y de los personajes que la habitan sea auténtica, creíble, lejos de estereotipadas y maniqueas versiones de otros escritores que escriben desde la distancia y nos hablan de la Cuba que recuerdan pero que dejó de existir hace muchisimos años.

Centrándonos ya en ésta nueva entrega de la serie del detective Mario Conde, decir que pese a los episodios eróticos y culinarios, a la lúdica ironía y a la procacidad coloquial, a la íntima disección idiosincrásica y a la proverbial desfachatez de Mario Conde (que comparte con sus compinches de siempre, en particular con el Flaco Carlos), Vientos de Cuaresma es una novela melancólica, repleta de un existencial pesimismo, que linda, boga o hace agua en los hediondos y anquilosados miasmas del fracaso. 

Una vertiente narrativa oscila en torno al esclarecimiento del crimen, cuya investigación policial encabezan el teniente Mario Conde y su adjunto el sargento Manuel Palacios. Se trata de descubrir quién mató a Lissette Núñez Delgado y por qué. Lissette, quien aún no cumplía 25 años, era una profesora de química en el Pre de La Víbora (el mismo Pre donde el Conde y sus compinches de siempre estudiaron “entre 1972 y 1975”). Según le informa a Mario Conde el mayor Rangel, el jefe de la Central, Lissette era soltera y militante de la Juventud (con un notable e impoluto currículum); “la asfixiaron con una toalla, pero antes le dieron golpes de todos los colores, le fracturaron una costilla y dos falanges de un dedo y la violaron al menos dos hombres. No se llevaron nada de valor, aparentemente: ni ropa, ni equipos eléctricos... Y en el agua del inodoro de la casa aparecieron fibras de un cigarro de marihuana.” Y según se lee en la p. 36, “En la casa [un cómodo departamento en el cuarto piso de un edificio de Santos Suárez] habían aparecido huellas frescas de cinco personas, sin contar a la muchacha, pero ninguna estaba registrada. Sólo el vecino del tercer piso había dicho algo ligeramente útil: escuchó música y sintió las pisadas rítmicas de un baile la noche de la muerte, el 19 de marzo de 1989.” 

Calzada 10 de Octubre, cerca de donde se ubican las casas de El Flaco, de Conde y de Karina 

A tales latitudes de la novela —que aún son las iniciales—, tal fecha incide en que el lector conjeture las fechas de los consecutivos días, no precisadas por el autor, pues el crimen se resuelve en una semana. En la p. 102 el Conde le afirma a Pupy (Pedro Ordónez Martell), uno de los investigados: “A Lissette la mataron el martes”. Y por ende, considerando la citada fecha, se da por entendido que fue el martes 19 de marzo de 1989. De nuevo, sin precisar, el Conde le comenta al sargento que el crimen fue “el martes por la noche”. Pero hasta la p. 145 se dice que fue el “martes 18”. Y a partir de la p. 202, a punto de desvelar al asesino, se reitera y repite tal cambio de fecha: “Lissette fue asesinada el martes 18, alrededor de las doce de la noche”. 

Siendo tal la flagrante contradicción y la reiteración del cambio de fecha, al lector no le queda más que optar porque el crimen ocurrió el martes 18 y no el martes 19. En este sentido, el tiempo presente de la novela (dividida en siete capítulos sin rótulos) transcurre entre el Miércoles de Ceniza, es decir, el 19 de marzo de 1989, día del inicio de la Cuaresma, cuando el Conde conoce a Karina, una ingeniera de 28 años, y el siguiente martes 25, día del entierro del capitán Jorrín y de los últimos puntos sobre las íes en torno al trasfondo del asesinato. Más dos o tres días después, cuando, luego de haber ido a presenciar un catártico juego de béisbol con sus compinches de siempre (el Flaco Carlos, Andrés y el Conejo), el Conde, ya en su casa y en la cama, se sumerge en un sueño que reitera y varía el meollo de su recurrente y frustrado sueño guajiro: “soñó que vivía frente al mar, en una casa de madera y tejas [donde siempre se ve escribiendo, él, que es un escritor frustrado] y que amaba a una mujer de pelo rojo y senos pequeños [que corporificó la fugaz Karina], con la piel tostada por el sol. En el sueño siempre veía el mar como a contraluz, dorado y agradecido. En la casa asaban un pez rojo y brillante, que olía como el mar, y hacían el amor bajo la ducha, que de pronto desaparecía para dejarlos sobre la arena, amándose más, hasta quedar dormidos y soñar entonces que la felicidad era posible. Fue un sueño largo, asordinado y nítido, del que despertó sin sobresaltos, cuando la luz del sol volvía a entrar por su ventana.”

Vale decir que el caso del asesinato de la profesora Lissette nos destapa, al interior del Pre de La Víbora, una amplia urdimbre de descomposición sistémica (más allá de las aulas) semejante a la que rememora el Conde de su época de estudiante y que él y otros alumnos apodaron “Waterpre” (lúdico parafraseo al sonoro escándalo que suscitó, el 8 de agosto de 1974, la caída del presidente Richard Nixon), pero sí hay visos de una cómplice y promiscua permisividad, coronada por la corrupción de ciertos alumnos. Es decir, Lissette, pese a su imagen e inmaculado currículum de militante de la Juventud, es una libertina: lo mismo se acuesta con uno de sus amantes para obtener unos tenis o con el director para conseguir impunidad ante ciertas corruptelas a ojos vistas; le gusta toquetear a los estudiantes y hacer fiestas con ellos y llevarse a alguno a la cama; se embriaga y baila en su departamento y no le importa el ruido y el respeto a sus inmediatos vecinos. La cereza del pastel, no obstante, no la protagoniza el director o alguno de los maestros, sino el alumno que “vendía a cinco pesos la respuesta de los exámenes”, empeñado en que Lissette le consiguiera “los exámenes de física y matemáticas”.

Preuniversitario de La Vibora


El Miércoles de Ceniza —un día antes de que el Conde se entere por el mayor Rangel y empiece a investigar el caso del asesinato de Lissette—, se sucede el citado encuentro con Karina, a quien conoce porque a ella se le pincha una llanta de su Fiat polaco y, con torpeza, la auxilia. Karina, quien además de ingeniera toca el saxo, se va a Matanzas para cumplir una tarea en una fábrica de fertilizantes y acuerdan verse el viernes a su regreso. El Conde queda flechado: desde el inicio de los “tres días de espera” se imagina “todo: matrimonio y niños incluidos, pasando, como etapa previa, por actos amatorios en camas, playas, hierbazales tropicales y prados británicos, hoteles de diversos estrellatos, noches con y sin luna, amaneceres y Fiats polacos, y después, todavía desnuda, la veía colocarse el saxo entre las piernas y chupar la boquilla, para atacar una melodía pastosa, dorada y tibia. No podía hacer otra cosa que imaginar y esperar, y masturbarse cuando la imagen de Karina, saxofón en ristre, resultaba insoportablemente erógena”.

En este sentido, la otra vertiente narrativa de Vientos de Cuaresma discurre en torno a la espera de Karina (y los dos encuentros sexuales que tiene con ella: el sábado 23 y el domingo 24), imbricada a la interacción del Conde con su orbe doméstico y cotidiano —sobre todo con el Flaco Carlos en silla de ruedas desde la Guerra de Angola y las comilonas que para ambos prepara su madre Josefina—. Pero también figuran Andrés (médico), el Conejo (historiador), y Candito el Rojo (zapatero, quien ha sido y es su secreto informante), más las íntimas evocaciones de su genealogía y biografía. Y es allí donde descuella su recurrente sueño guajiro: “Se conformaba, entonces, con soñar —sabiendo que sólo soñaba— que alguna vez viviría frente al mar, en una casa de madera y tejas siempre expuesta al olor de la sal. En aquella casa escribiría un libro —una historia simple y conmovedora sobre la amistad y el amor— y dedicaría las tardes, después de la siesta —que tampoco había escapado a sus cálculos— en el largo portal abierto a las brisas y terrales, a lanzar cordeles al agua y a pensar, como ahora, con las olas batiéndole los tobillos, en los misterios de la mar.”

El lunes 25, Mario Conde espera ansioso el telefonema de Karina (“Estoy asquerosamente enamorado”); pero ésta no lo hace y él, en el entorno de la cercana casa de la madre de ella, observa la ausencia del Fiat polaco. El martes 26, luego de desvelar la identidad del asesino de Lissette, el Conde la halla en casa de su progenitora y Karina le revela el trasfondo de su ausencia: tiene marido y vuelve a él. Es decir, Karina es otra variante de la “alegre buscona de fines del siglo XX”, quien además de enfatizarle: “Me sentía sola, me caíste bien, me hacía falta acostarme con un hombre”, le reprocha: “Te enamoras”.

El Conde, vil perro apaleado, todavía dice: “Llámame alguna vez”. No obstante, “Piensa que no hay más remedio que acostumbrarse al fracaso”.

El teniente investigador Mario Conde, con 35 años de edad y estudios universitarios truncos, sin mujer y sin hijos (vive solo con un autista y solitario pez recluido en su circular pecera), fumador empedernido, bebedor voraz que ronda el alcoholismo (suicida vicio que comparte con el Flaco Carlos, preso en la silla de ruedas desde hace una década), coincidiendo con la muerte del capitán Jorrín (decano de la Central que era su estimado amigo) y con la bronca callejera que tuvo con el teniente Fabricio (motivo por lo que el mayor Rangel, tras resolver el caso de Lissette, lo suspende en espera de la comisión disciplinaria y del proceso), piensa que su ciclo en la policía ya concluyó: “Quiero irme de aquí —dijo, y abrió las manos para abarcar el espacio que lo agredía”. 

Si tales son los resumidos rasgos de un fracaso individual e íntimo (siente que su destino está ligado al incierto destino del Flaco Carlos y su madre Josefina), está inmerso en el fracaso social, político y económico de su generación y del régimen autoritario que gobierna Cuba. El Conde —que borracho se ve atosigado por la angustia de un triste llanto sin control— no se opone al statu quo (que traza los estertores del “socialismo” dictatorial dependiente de la hegemonía de la URSS) ni busca huir de la isla, pese a la falta de libertades, a su inveterada pobreza y a que en su fuero interno cuestione muchas anomalías. En este sentido, la conciencia autocrítica del grupo la formula Andrés (“el perfecto, el inteligente, el equilibrado, el triunfador”) en una perorata que es un doméstico deshago verbal ante sus compinches de siempre: “Carlos: estás jodido, te jodieron. Y yo que camino también estoy jodido: no fui pelotero, soy un médico del montón en un hospital del montón, me casé con una mujer que también es del montón y trabaja en una oficina de mierda donde se llenan papeles de mierda para que se limpien con ellos otras oficinas de mierda...”
Pues sí, la Cuba real, ni más ni menos.

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