sábado, 13 de agosto de 2016

EL ARBOL DE LA CIENCIA (Pío Baroja)





EL AUTOR

(San Sebastián, 1872 - Madrid, 1956) Novelista español. Por su padre, como por su madre, perteneció a familias distinguidas, muy conocidas en San Sebastián; entre los ascendientes de la madre, existía una rama italiana, los Nessi.
 
Este poco de sangre italiana que llevaba en las venas no dejó nunca de halagar a nuestro autor, aunque su orgullo se cifró siempre en su ascendencia vasca. Eran tres hermanos: Darío, que murió, joven aún, en Valencia; Ricardo, que fue pintor y escritor y gozó también de alguna fama, y Pío, el novelista. Era éste el menor de los hermanos. Ya muy separada de ellos, nació Carmen, que había de ser la gran compañera del novelista.
 

Pío Baroja
El padre de Baroja, don Serafín, era ingeniero de minas, profesión que, unida a su temperamento inquieto y errabundo, llevó a la familia a continuos cambios de residencia. Ello no dejó de ser una suerte para el futuro novelista, que, de este modo, pudo conocer desde niño diversas partes de España, y sobre todo, Madrid, su amor más grande después de Vasconia, donde había de florecer su vocación y conseguir por último la fama.
 
Baroja permaneció poco tiempo en su ciudad natal; tenía siete años cuando sus padres se trasladaron a Madrid donde don Serafín había obtenido una plaza en el Instituto Geográfico y Estadístico; de Madrid pasaron a Pamplona, siempre por exigencias del cargo del padre y de sus deseos de mudanza. Desde Pamplona volvió la familia a Madrid; esta vez a don Serafín no le impulsaría ya solamente la inquietud, los deseos de cambio: sin duda entró también en su decisión la necesidad de educar a los hijos.
 
Cuando abandonó Pamplona tenía Baroja catorce años cumplidos; había asistido con sus hermanos a las clases del Instituto, y sobre todo reñido y correteado por las murallas; no sabemos si había ya emborronado alguna cuartilla, pero sí que había leído a Julio Veme, a Mayne Reid, el Robinsón, y había soñado ya con aventuras maravillosas, Junto al Arga, o subido a un árbol de la Taconera.
Había estudiado Baroja en San Sebastián las primeras letras, continuándolas en Madrid; antes, en Pamplona había frecuentado la escuela, como hemos dicho, y había empezado a asistir a las clases del Instituto; prosiguió en Madrid los estudios, y lo hizo finalmente en Valencia, donde terminó la carrera de Medicina, doctorándose posteriormente en la capital de España. Fue, por lo general, un pésimo estudiante; estuvo siempre mucho más interesado en las novelas que en los libros de texto; su carácter arisco y rebelde le perjudicó también en gran manera, pues acabó riñendo con algunos de sus profesores y no despertó simpatías en ninguno.
 
Aparte de esto, pasó toda su juventud entre dudas; nunca supo bien qué carrera le gustaba estudiar; en verdad, no le interesaba ninguna. Sólo las letras le atraían, pero tampoco en las letras veía clara su vocación. Antes de ir a Valencia había empezado algunos cuentos, artículos, tal vez una novela, pero lo rompió todo o lo dejó olvidado. Sus fracasos de estudiante, como es fácil suponer, se debieron más a falta de interés que de talento. Pocos escritores ha habido de vocación más segura y que se moviese más inseguro, con más dudas sobre su vocación, y aún mucho después, escrita ya buena parte de su obra, se preguntaba si sería verdaderamente escritor.
 
Al terminar sus estudios, Baroja se trasladó a Cestona, en el país vasco, donde había conseguido una plaza de médico. No tardó en advertir que aquello no era lo suyo; al poco tiempo estaba asqueado del oficio; había reñido con el médico viejo, con quien compartía el cuidado de la salud de aquellos pueblos, como había reñido antes con sus profesores; se había enemistado con el alcalde y, naturalmente, con el párroco y con el sector católico del pueblo, que le acusaban de trabajar los domingos en su jardín.
 
Se fue de allí asqueado del pueblo, del médico y hasta de los enfermos, cuando menos de algunos de éstos, y se trasladó a San Sebastián, donde estaba en aquel momento la familia. Permaneció algún tiempo en San Sebastián, y de allí salió para Madrid. En la capital estaba su hermano Ricardo, que, también sin empleo, se ocupaba en un negocio de pan de una tía de ellos que había quedado viuda. Ricardo le había escrito a su hermano que estaba harto del negocio y que iba a dejarlo. Baroja vio el cielo abierto ante él, y sin vacilar un instante escribió a su hermano que iba a Madrid, con la intención de ocuparse de aquel negocio.
 
De este modo, se vio convertido en dueño de un comercio de pan, sobre lo cual se le gastaron después tantas bromas y le irritaron de tantas maneras, sin contar los disgustos que se derivarían para él de la marcha del negocio. En Madrid, no obstante, había algo para él que estaba por encima de todo: de la vulgaridad del oficio y de las burlas que se le pudiesen gastar; allí podría, en efecto, reanudar los contactos con sus antiguos amigos, frecuentar los medios literarios, ponerse, en realidad, en contacto con su vida, volver de un modo o de otro a aquello que cada vez con mayor certeza sentía que era su vocación.
 
A poco de llegar a Madrid, instalado ya en el negocio, empezó sus colaboraciones en periódicos y revistas; en 1900 publicaba su primera obra Vidas sombrías, colección de cuentos, que empezó a darlo a conocer. Eran, en su mayoría, cuentos escritos en Cestona sobre temas de aquella región y de sus experiencias de médico; se trataba de vidas humildes, y reflejaban toda la tristeza de aquel medio, y la tristeza, sobre todo, que reinaba entonces en su alma -mezclada con ráfagas de cólera-.
Puede decirse que en su primera obra estaba ya en germen toda su obra futura. Vidas sombrías constituyó un éxito, un éxito del que el propio autor se sintió sin duda asombrado; de su libro se ocuparon con elogio Azorín, Galdós y sobre todo Unamuno, que se entusiasmó con él, especialmente de uno de los cuentos, "Mary-Belche", y quiso conocer a su autor.
 
A partir de entonces Baroja fue dedicándose más y más a las letras, y apartándose cada vez más del negocio, hasta dejarlo del todo y consagrarse exclusivamente a su vocación. En algún momento Baroja llevó a cabo alguna incursión en el campo de la política, arrastrado más que por su convicción, por el ambiente de la época y por el ejemplo de algunos de sus compañeros, como por ejemplo, Azorín. Efectivamente, Baroja se presentó para concejal en Madrid, y más adelante para diputado por Fraga.
 
Estas tentativas, como era natural, constituyeron dos rotundos fracasos; tampoco él lo había tomado demasiado a pecho. Se retiró cada vez sin gran disgusto; nos divirtió después contándonos las peripecias, y volvió al camino de las letras del que nunca habría ya de apartarse.
 
Fue Baroja un gran viajero; los libros y los viajes fueron sus grandes aficiones, puede casi decirse que sus únicas aficiones. Sus viajes por España los hizo casi siempre acompañado; fue unas veces con sus hermanos, Carmen y Ricardo, otras con amigos; hizo uno con Maeztu y otro con Azorín, en sus comienzos, y más adelante, con Ortega y Gasset, que le llevó en algunas ocasiones en su automóvil.
Baroja llegó a ser uno de los escritores que conoció mejor la España de su tiempo, cosa que se puede comprobar en sus novelas. La ciudad más visitada -también la más querida de las ciudades extranjeras- fue París. En ella pasó un largo tiempo en sus últimos años, cuando huyó de España durante la guerra civil. También estuvo en Londres y más adelante en Italia; viajó por Suiza, Alemania, Bélgica, Noruega, Holanda y Jutlandia, escenario de su trilogía Agonías de nuestro tiempo, con la magnífica El torbellino del mundo, con que encabeza la trilogía.
 
Fuera de esto, su residencia habitual fue Madrid, y más adelante Vera del Bidasoa, donde adquirió la casa de Itzea, y donde pasó los veranos con su familia. En este tiempo su destino estaba ya fijado, y con él su norma de vida; Baroja consagraba su tiempo a escribir y a viajar. Sus producciones iban apareciendo con gran regularidad y su fama creciendo hasta situarle en pocos años entre las primeras figuras de la nación. Esta actividad no cesó apenas durante su vida, de manera que es el escritor de su tiempo que cuenta con una obra más copiosa; también más diversa y más rica.
 
Entre sus mejores obras merecen citarse Vidas sombrías, publicada en 1900; Inventos y mixtificación de Silvestre Paradox, de 1901, en la cual evoca sus días de estudiante en Pamplona, con el ambiente de la ciudad; Camino de perfección (1902), confesión íntima y muy personal, en que podemos verle en las dudas y vacilaciones de su juventud, y que causó vivísima impresión. Muy bella, y bastante lograda, aunque de otro tono, es El mayorazgo de Labraz (1903), escrita también con recuerdos de Cestona, en que relata admirablemente la vida en un pueblo de España, con influencias tal vez de la vieja tragedia.
 
Importante es también en la producción barojiana la trilogía que siguió a estas novelas, que apareció bajo el subtitulo "La lucha por la vida", formada por La busca, Mala hierba y Aurora roja; aparecidas primero en folletín, y publicadas en volúmenes sueltos en 1904, ofrecen en mucha parte, en su desarrollo, las características de aquel género; en ellas el autor recoge admirablemente el ambiente de los barrios bajos del Madrid de su tiempo, en las primeras luchas sociales; merecen también citarse Zalacaín el Aventurero y Las inquietudes de Shanti Andía, novela la primera situada en la tierra vasca y en la época de las guerras carlistas, y la segunda, dedicada a la vida del mar con recuerdos de antepasados del escritor, de aventuras, de piraterías, y sobre todo con evocaciones de su infancia en San Sebastián, parte que constituye tal vez lo mejor del libro.
 
Estas dos novelas eran aquellas por las cuales mostró Baroja una cierta preferencia, especialmente por Zalacaín y en ella por la figura del héroe. No obstante, la obra más importante del novelista es sin duda Las memorias de un hombre de acción, novela cíclica, que escribió a lo largo casi de su vida y que terminó ya en la vejez. Consta esta obra de veintidós volúmenes y el héroe central es un antepasado suyo, G. de Aviraneta, que tuvo alguna importancia en los hechos políticos de su tiempo; en tomo a la existencia de su héroe, el autor reconstruye toda una época agitada y terrible de España; se incluyen en ella las guerras de la Independencia y carlistas, con tumultos y sublevaciones, en los días de Fernando VII e Isabel II.
 
Es una amplia evocación que tiene de novela, de historia y de folletín, pero siempre dentro de un gran rigor histórico, y todo fundido y recreado por la imaginación del escritor. Destacan en esta serie El escuadrón de Brigante, Los recursos de la astucia, El sabor de la venganza, Las figuras de cera, La nave de los locos y La senda dolorosa, dedicada ésta, en su mayor parte, al trágico fin del conde de España.
 
Aparte de estas obras, Baroja escribió algunos ensayos; sus libros de recuerdos, Juventud, egolatría (1917); Las horas solitarias y La caverna del humorismo (1918); eran éstas las obras preferidas por Ortega y Gasset, que aconsejaba al escritor que persistiera en aquel género; ya en sus últimos años Baroja dio a la prensa sus Memorias. Estas Memorias constituyen un monumento de la época, una evocación de su vida, y de la vida de su tiempo, con las figuras más importantes con las que trató, tanto en las letras como en las artes.
 
Sus Memorias constituyen asimismo un documento inapreciable para el conocimiento del autor, acaso su libro más interesante, el de lectura más agradable, y con el cual coronaba su obra y, puede decirse, su existencia. En este tiempo vivía en Madrid con su familia, con la que continuó viviendo hasta su muerte; su producción alcanzaba ya una cifra muy importante, y aunque no gozaba quizá de la fama que merecía, su nombre figuraba entre los tres o cuatro más destacados de la nación. En 1935 fue admitido como miembro de la Academia de la Lengua. Fue quizá, y sin quizá, el único honor oficial que se le dispensó.
 
En sus novelas, el autor se sitúa de lleno en la escuela realista; sigue en ellas las huellas de los grandes maestros europeos, que brillaban aún más en su tiempo, de Balzac, Stendhal, de Tolstoi y Dickens, que fueron sus autores predilectos, y los pocos que admiró sin reservas al lado de Dostoievski; se notan también en él influencias de los folletinistas franceses, cuya lectura le apasionó en su juventud, con las de la picaresca española, Quevedo, Mateo Alemán y El Lazarillo, no menos evidentes.
 
En las ideas dominaba al principio Nietzsche, pero poco a poco este entusiasmo fue cediendo, quedando en un escepticismo, muy cerca de Montaigne y, sobre todo, de Voltaire, al que leyó y admiró, pero que era también muy suyo. El fondo de sus libros es, por esto, pesimista; no obstante, en la forma, en sus descripciones de paisajes, de escenas, se muestra como un enamorado de la vida, un entusiasta, con una nota continua de alegría y, podríamos decir, da optimismo, que contrasta con el fondo amargo y sombrío de toda su obra.
 
Descuella Baroja en la evocación de ambientes, en las descripciones de pueblos y paisajes, y sobré todo, en la pintura de tipos; a veces tiene en sus descripciones algo de pintor, y nos recuerda en algunas ocasiones a Goya, especialmente en sus novelas de la guerra civil. No estuvo adherido a ninguna escuela, ni formó parte, en cuanto a influencias, de ningún grupo; fue, en este aspecto, el más rebelde de los escritores y el más independiente en todos los sentidos.
 
El mundo predilecto de sus creaciones fue el de las gentes humildes, los desventurados; pero al lado de ellos, sintió una viva predilección por toda suerte de seres fantásticos, locos, de gente rara y absurda; a todos se acercó con su ironía, con sus sarcasmos a veces, con su humor amargo, pero también con una gran piedad, con un deseo de redención y de justicia, que le emparenta con los grandes novelistas de Europa, sobre todo con Dickens, que fue al que más admiró.
 
Baroja ha sido, sobre todo por sus ideas y por su manera de exponerlas, el literato más discutido, el más atacado de los escritores de su tiempo. Tal vez por el desorden habitual en sus novelas, y más aún por el tono ofensivo que adoptó para tantas cosas, por su sinceridad brutal, no alcanzó nunca la fama que merecía, la fama que alcanzaron muchos otros con menos méritos que él. El tiempo, en su labor justiciera, le ha ido situando en su lugar y hoy está considerado, dentro y fuera de su patria, como el primer novelista de la España de su tiempo, al lado de Galdós, y para algunos por encima de éste.

EL LIBRO

  • Nº de páginas: 264 págs.
  • Encuadernación: Tapa blanda bolsillo
  • Editorial: ALIANZA EDITORIAL
  • Lengua: CASTELLANO
  • ISBN: 9788420658803



  • Publicada en 1911, EL ÁRBOL DE LA CIENCIA (para el propio Pío Baroja «el libro más acabado y completo de todos los míos») es la obra en la que la técnica narrativa del novelista –el gusto por la sucesión ininterrumpida de acontecimientos, la abundancia de personajes secundarios, la hábil articulación de situaciones críticas, el impresionismo descriptivo, el rápido trazo de caracteres– alcanza su mayor eficacia, así como aquella en que, en palabras de Azorín, se halla «mejor que en ningún otro libro el espíritu de Baroja».

    IMPRESIONES

    Pío Baroja consideraba “El árbol de la ciencia” como el libro mas acabado y completo de todos los suyos. Sin que logre desbancar en mi corazón a “La busca“, la relectura de esta obra me ha descubierto en efecto un libro que resume de manera perfecta no sólo el estilo de Baroja, sino sobre todo su pensamiento, su postura ante la vida, su compromiso con la realidad social que le toco vivir. Un compromiso que, lamentablemente, se echa mucho de menos en nuestros escritores contemporáneos.

    “El árbol de la ciencia” narra la vida del joven Andrés Hurtado, desde que comienza sus estudios de medicina, hasta el final de los mismos, su primer trabajo como médico rural en un pueblo manchego, su vuelta a Madrid y el desempeño de su oficio como médico de un seguro para gente humilde o como médico de Higiene.

    El libro El Árbol de la Ciencia que en la mayoría de las veces se define como novela filosófica, se debería calificar como novela autobiográfica ya que la vida de Andrés Hurtado, el protagonista del libro, y la del propio autor son muy similares.

    Los factores más parecidos entre ambos son que los dos estudiaron medicina, a ambos se les murió un hermano, y además los dos conocieron muy bien el ambiente rural y la de la capital.

    Es verdad que muchas de las cosas que ocurren en el libro como la muerte del hijo y de la mujer y el posterior suicidio no son hechos reales que le hayan pasado a Baroja, pero las aficiones, los continuos cambios de residencia y otros capítulos de la vida del escritor se ven perfectamente reflejadas en Hurtado.

    Hurtado es un joven sensible, reflexivo, al que la observación de lo que acontece a su alrededor va volviendo antisocial. Durante sus estudios, comprende el atraso científico en que vive inmersa España. La idea de este atraso se desarrolla a lo largo del libro, achacándola a la falta de interés de los catedráticos que preparan a las nuevas generaciones, que se sirven de materiales de estudio obsoletos y oscurantistas, así como a la imposibilidad de desarrollar ninguna investigación en un país donde el progreso está mal visto por atentar contra la moral imperante y donde el capital no se invierte jamás en nada experimental, pues se busca la ganancia segura.

    La experiencia como médico rural contribuye a agudizar el desencanto de Hurtado. La vida asfixiante de un pueblo manchego donde la probidad o la honradez no son valores, donde sólo se respeta el dinero, donde los ricos oprimen a los pobres sin que estos exhalen una queja, solivianta el espíritu de justicia que caracteriza al protagonista.

    El regreso a Madrid, donde ejerce como médico de Higiene dando el certificado de salud a prostitutas, y como médico de un seguro para gente humilde, le pone en contacto con lo más bajo de la sociedad. La miseria física y moral en la que viven sus pacientes enerva a Hurtado, que les acusa de tener espíritu de esclavos. A pesar de vivir en la más absoluta indigencia, no hay en ellos el más mínimo espíritu de rebelión. Aceptan la iniquidad de la sociedad que los pisotea como algo inmutable que aceptan no con resignación, sino como algo que no les concierne.

    Si en la trilogía de “La lucha por la vida” Baroja retrataba el ideal del hombre de acción, que con su iniciativa modifica su entorno, en “El árbol de la ciencia” defiende al hombre que se desprende de todo para llegar a vivir con la máxima independencia y llegar mediante su esfuerzo al más absoluto equilibrio intelectual, a la ataraxia.

    Sorprende al leer esta novela el comprender que la sociedad española no ha avanzado nada, más de un siglo después desde la época que la obra describe: el mismo desprecio por la educación y por la investigación científica, la misma pleitesía al dinero, el mismo culto a las apariencias, el mismo espíritu de sumisión que agacha la cabeza en vez de erguirse ante la injusticia social.

    Se echa en falta en nuestros días un escritor que se comprometa con su época y describa la realidad de nuestra sociedad como lo hizo Pío Baroja con las suyas.



    Estructura:   la novela consta de siete partes divididas en capítulos. Las tres primeras partes forman un conjunto en el que se presente al personaje: formación académica, intelectual y anímica; relaciones familiares y personales; primeras experiencias como médico.  La  1ª parte refleja sus estudios de medicina y la decepción ante  profesores y alumnos. La 2ª es un esbozo de la panorámica social del Madrid de las clases media y baja en las casas de la vecindad. En la 3ª, Andrés viaja a un pueblo valenciano buscando el clima que cure la enfermedad de su hermano Luis. Termina la carrera y va como médico a un pueblo de Burgos, donde recibe la noticia de la muerte de su hermano.
    La 4ª parte es un intermedio reflexivo. Es  un extenso diálogo entre Andrés y su tío Iturrioz sobre el árbol de la vida y el árbol de la ciencia. Es el núcleo intelectual de la novela: constituye una recapitulación filosófica de la primera etapa vivida por Andrés y la formulación ideológica que verá comprobada en la siguiente.


     Las tres últimas partes también conforman un bloque en el que se desarrollan las experiencias profesionales y personales de Andrés hasta el trágico desenlace. En la quinta parte se narra  la experiencia negativa de Andrés como médico en Alcolea. En la 6ª regresa a Madrid y trabaja como médico de prostitutas  y de pobres. En la 7ª parte, Andrés se casa con Lulú, trabaja como traductor y encuentra la paz en el matrimonio hasta que todo acaba en tragedia: su hijo nace muerto, muere Lulú y él se suicida.
     
    Aspectos filosóficos: El árbol de la ciencia es una novela intelectual impregnada de una filosofía pesimista. Tres son los filósofos preferidos en las lecturas del protagonista: Kant, Schopenhauer y Nietzsche. De ellos, la presencia más influyente es la Schopenhauer. Así, en la novela se muestra desde el principio la relación entre el dolor y sufrimiento del hombre y la inteligencia y conocimiento empleados en la búsqueda de la verdad. Hurtado se va convenciendo de la filosofía pesimista del alemán ya en su período de alumno interno en el hospital, ante la contemplación del dolor de los enfermos y la crueldad del personal sanitario. Su dolor resalta más en contraste con la actitud inconsciente de su compañero Lamela, que está enamorado de una solterona fea, pero él la idealiza y la ve bellísima. También se aprecia el eco de Schopenhauer en la conducta de Hurtado cuando alivia el sufrimiento de su soledad familiar y de su rechazo de la farsa universitaria al ver el dolor de su amigo artrítico Fermín Ibarra: es el alivio del dolor personal ante la contemplación del ajeno.  Hurtado intenta seguir el modelo de la abstención (“ataraxia”) schopenhaueriano hasta que la muerte de Luisito perturba la tranquilidad encontrada en el pueblo burgalés.

    El auténtico núcleo filosófico de la novela está en la cuarta parte: en ella Iturrioz esboza su concepción del mundo partiendo de la imagen bíblica del árbol de la vida y el árbol de la ciencia (4ª parte, cap. 3).

    Hurtado defiende la esperanza de que mediante la ciencia y el conocimiento se podrá llegar a un mundo mejor; pero ante la ruindad humana de Alcolea, llega al escepticismo puro, a la serena impasibilidad conseguida con la autolimitación, pero la pierde en la entrega sexual con Dorotea (5ª parte, cap. 10).

    De nuevo en Madrid, vuelve a conseguir la ataraxia mediante la abstención social en el refugio de su matrimonio con Lulú, convencido de que “Iturrioz tenía razón: la Naturaleza no solo hacía el esclavo, sino que le daba el espíritu de la esclavitud” (6ª parte, cap. 8). Hurtado vuelve a perder la ataraxia (esa abstención vital propugnada por Schopenhauer) abatido por la muerte de su hijo y de su esposa, y, aplastado por el dolor, ya no puede conciliarse con la vida ni por medio de la ciencia ni por la de la abstención.

    El título de la novela:  El árbol de la ciencia, insiste en lo intelectual, en el conocimiento de la verdad; todo acaba aplastado por el árbol de la vida, pero algún día la ciencia podrá ser útil, como parecen indicar las palabras finales: ”había en él algo de precursor”, referidas al suicida.
     
    Aspectos sociales y políticos: La novela refleja la vida española en el tránsito del S.XIX al XX. Desde un punto de vista noventayochista, Baroja muestra una desoladora panorámica que constituye el subtema más importante de la novela. Baroja refleja la realidad española en dos núcleos espaciales fundamentales, Madrid y Alcolea del Campo (a los que se añaden otros de menor importancia: pueblo de Valencia, Valencia capital, pueblo burgalés).

    El núcleo espacial madrileño le sirve a Baroja para trazar una despiadada radiografía de las clases sociales y del ambiente cultural: la mísera sordidez de las casas de vecindad (su descripción adquiere tonos esperpénticos en la muerte del escritor bohemio Villasús); los ambientes de la prostitución (lacra tolerada y considerada como un mal necesario) donde la miseria se agudiza: viven amontonadas, reciben palizas brutales, padecen enfermedades, etc. Esta situación contrasta con los señoritos de la alta sociedad que las visitan, con las amas que las regentan, con la protección policial de que gozan alcahuetas, amas y chulos, con la “honrada decencia” de los empresarios contra los que el narrador descarga su ironía feroz (6ª parte, cap. 5).
    Nada escapa a la visión demoledora: la religión católica aparece como funesta creadora de un mundo cómodo mediante la caridad  y el paraíso prometido, mientras que sus ministros se entregan al bienestar, al juego y a la sexualidad pervertida. En Alcolea la férrea moral católica impone al pueblo un comportamiento que distorsiona su sexualidad internamente desenfrenada y alimentada por la pornografía. La sanidad tampoco queda mejor parada: hospitales sin higiene, trato humillante y cruel a los enfermos.  Pero Baroja es especialmente satírico con la Universidad española, que aparece como símbolo de la vulgaridad intelectual: edificios inadecuados, falta de espíritu científico en alumnos juerguistas y en profesores ineptos. También aparece el abandono de la investigación, sin protección alguna por las instituciones ni la industria, lo que obliga al inventor Fermín Ibarra a emigrar a Bélgica.

    En el terreno político se manifiesta la misma realidad penosa. El pueblo vive, engañado por sus gobernantes, el irresponsable optimismo ante la guerra con EE.UU, que acarreará la pérdida de sus colonias, provocando el Desastre del 98; sólo algunas mentes lúcidas  como Iturrioz son conscientes de la triste realidad. Lo más grave es que, ocurrido el desastre, sigue la indiferencia general de los políticos y del pueblo, que parece no enterarse de nada. Todo ello causa la desolación  de  Andrés  (6ª parte, cap. 1).

    Esta situación se completa con la penosa realidad de la España rural ejemplificada en Alcolea del Campo: pueblo sin solidaridad, manejado por una política corrompida y aplastado por una economía paralizada; Alcolea está sitiada por la moral católica y el caciquismo de liberales y conservadores (grotescamente denominados “Ratones” y “Mochuelos”), que se turnan políticamente en la explotación del pueblo ignorante y resignado.
    El atraso  científico, la pobreza cultural, la desastrosa realidad social y la absoluta irresponsabilidad política dominantes en aquella época eran tan penosas como ciertas. Ante esto, el protagonista de la novela abandona toda rebeldía social a favor del escepticismo absoluto.


    Problemática existencial: los dos ingredientes fundamentales de la novela (la filosofía pesimista de Schopenhauer y la penosa realidad social y política española) están relacionadas entre sí de modo que constituyen el marco intelectual y humano en el que se desarrolla la problemática existencial de Andrés. Hurtado, que antepone la independencia como norma ética, no logra, ni en su familia, ni en la intelectualidad ni en  la sociedad, un sistema de ideas en que basar su vida, convirtiéndose así en un exponente de los conflictos existenciales del intelectual de principio de siglo. Veamos su desarrollo:
    - El desamparo familiar condiciona su personalidad. Rechazo, aislamiento, exceso de sensibilidad, agravados en la universidad en contraste con el pragmatismo de Aracil, con la estupidez de sus profesores, y alimentados por sus lecturas filosóficas.


    - La depresión y la angustia se agudizan en contacto con la mísera de las casas de vecindad.
    - Halla la paz en el pueblo levantino, pero en la capital valenciana su espíritu se ve perturbado por una angustia de signo cósmico ante las ciegas fuerzas de la Naturaleza ocultas en la noche.
    - En  la aldea de Burgos recobra el equilibrio, pero se rompe con la muerte de Luisito.
    - Andrés escucha de Iturrioz su pesimista concepción del mundo, pero él confía en la ciencia, “que ni es cristiana, ni atea, ni revolucionaria, ni reaccionaria”, pero se derrumba por la experiencia repugnante de Alcolea.
    - Ya en Madrid, Andrés, convencido de que Iturrioz tenía razón, llega a la esquizofrenia (6ª parte, cap. 8).
    - Halla un oasis de tranquilidad con Lulú, pero vuelve a ser aplastado por el destino: malos presentimientos que se apoderan de su sensibilidad enfermiza, inquietud creada por el deseo de Lulú de tener un hijo, histerismo de ella en el embarazo; finalmente, la tragedia de la muerte de Lulú y el hijo hacen que la existencia se vuelva insoportable para Andrés. Pierde su confianza en la ciencia (la medicina no pudo salvar a su mujer) y en la Naturaleza (que tampoco curó a Luisito). Por lo tanto, se suicida. Sin embargo, la idea final (“Tenía algo de precursor”) ofrece una esperanza: las ideas no mueren, y el sacrificio de Andrés conlleva la esperanza de un mundo menos absurdo mediante el esfuerzo intelectual.

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