lunes, 12 de mayo de 2014

ADIOS HEMINGWAY (Leonardo Padura)



EL AUTOR

Leonardo Padura Fuentes (La Habana, 1955) es un novelista y periodista cubano, conocido especialmente por sus novelas policiacas del detective Mario Conde. El Gobierno de España concedió en 2011 la ciudadanía de ese país a Padura, quien sigue viviendo en Cuba.

Nacido en el barrio de Mantilla, hizo sus estudios preuniversitarios en el de La Víbora, de donde es su esposa Lucía; naturalmente, estas zonas de La Habana, muy ligadas espiritualmente a Padura, se verán reflejadas más tarde en sus novelas. Padura estudió Literatura Latinoamericana en la Universidad de la Habana y comenzó su carrera como periodista en 1980 en la revista literaria El Caimán Barbudo; también escribía para el periódico Juventud Rebelde. Más tarde se dio a conocer como ensayista y escritor de guiones audiovisuales y novelista.


 


Su primera novela —Fiebre de caballos—, básicamente una historia de amor, la escribió entre 1983 y 1984. Pasó los 6 años siguientes escribiendo largos reportajes sobre hechos culturales e históricos, que, como él mismo relata, le permitían tratar esos temas literariamente.  En aquel tiempo empezó a escribir su primera novela con el detective Mario Conde y, mientras lo hacía, se dio cuenta "que esos años que había trabajado como periodista, habían sido fundamentales" en su "desarrollo como escritor". "Primero, porque me habían dado una experiencia y una vivencia que no tenía, y segundo, porque estilísticamente yo había cambiado absolutamente con respecto a mi primera novela", explica Padura en una entrevista a Havana-Cultura.

Las policiacas de Padura tienen también elementos de crítica a la sociedad cubana. Al respecto, el escritor ha dicho: "Aprendí de Hammett, Chandler, Vázquez Montalbán y Sciascia que es posible una novela policial que tenga una relación real con el ambiente del país, que denuncie o toque realidades concretas y no sólo imaginarias".

Su personaje Conde —desordenado, frecuentemente borracho, descontento y desencantado, "que arrastra una melancolía", según el mismo Padura— es un policía que hubiera querido ser escritor y que siente solidaridad por los escritores, locos y borrachos. Las novelas con este teniente han tenido gran éxito internacional, han sido traducidas a varios idiomas y han obtenido prestigiosos premios. Conde, señala el escritor en la citada entrevista, refleja las "vicisitudes materiales y espirituales" que ha tenido que vivir su generación. "No es que sea mi alter ego, pero sí ha sido la manera que yo he tenido de interpretar y reflejar la realidad cubana", confiesa.

Conde, en realidad, "no podía ni quería ser policía" y en Paisaje de otoño (1998) deja la institución y cuando reaparece en Adiós Hemingway (2001) está ya dedicado a la compraventa de libros viejos.

Tiene también novelas en las que no figura Conde, como El hombre que amaba a los perros (2009), donde las críticas a la sociedad cubana alcanza sus cotas más altas.

Padura ha escrito también guiones cinematográficos, tanto para documentales como para películas de argumento.

Vive en el barrio de Mantilla, el mismo en el que nació. Al preguntarle por qué no puede dejar La Habana, el ambiente de su historia, ha dicho: “Soy una persona conversadora. La Habana es un lugar donde se puede siempre tener una conversación con un extranjero en una parada de guaguas”.


EL LIBRO


  • Nº de páginas: 200 págs.
  • Encuadernación: Tapa blanda
  • Editoral: TUSQUETS EDITORES
  • Lengua: CASTELLANO
  • ISBN: 9788483831977

  • En la memoria de Mario Conde todavía brilla el recuerdo de su visita a Cojímar de la mano de su abuelo. Aquella tarde de 1960, en el pequeño pueblo de pescadores, el niño tuvo la ocasión de ver a Hemingway en persona y, movido por una extraña fascinación, se atrevió a saludarlo. Cuarenta años más tarde, abandonado su cargo de teniente investigador en la policía de La Habana y dedicado a vender libros de segunda mano, Mario Conde se ve empujado a regresar a Finca Vigía, la casa museo de Hemingway en las afueras de La Habana, para enfrentarse a un extraño caso: en el jardín de la propiedad han sido descubiertos los restos de un hombre que, según la autopsia, murió hace cuarenta años de dos tiros en el pecho. Junto al cadáver aparecerá también una placa del FBI.

    IMPRESION PERSONAL

    Adiós Hemingway es una novela del escritor cubano Leonardo Padura, publicada en 2001. A pesar de tratar con personajes históricos reales, Padura la considera una obra de ficción, ya que se toma licencias literarias en la recreación de lo sucedido los días 2 y 3 de octubre de 1958.

    El libro surgió cuando los editores brasileños de Padura le pidieron que participara en la serie Literatura o muerte. Si aceptaba, debía advertirles el nombre del escritor alrededor del cual se desarrollaría el relato. Después de pensarlo muy poco, el proyecto le entusiasmó, y de inmediato vino a su mente Ernest Hemingway. Pero al buscar el modo de enfrentar el dilema, no se le ocurrió nada mejor que pasarle sus obsesiones a Mario Conde —como había hecho tantas otras veces—, y convertirlo en el protagonista de la historia.

    Entrada principal de la casa de Hemingway en Finca Vigía


    “Adiós, Hemingway” recrea los últimos años del legendario fabulador en La Habana, a tres años de su suicidio acaecido en 1961. Una novela policial que recoge mucho de la novela-enigma condimentada con un poquito de hard boiled. En ella se nos cuentan hechos que vendrían a ser toda una delicia, dignas de lo mejor del backstage chismográfico que persigue a los grandes escritores: del cómo, por ejemplo, asado el Papa (así se le llama a Hemingway en la novela) en una pelea de gallos, este se da cuenta de que el gallo contrincante masacraba a su gallo haciendo trampa ya que tenía las plumas embadurnadas de grasa, entonces el Papa detiene la pelea, coge al gallo tramposo y le arranca la cabeza en un solo movimiento. O del encuentro, otro ejemplo, con Ava Gardner en la piscina de su casa en Finca Vigía, el cual es relatado por un obrero suyo, escondido entre los matorrales, quien de paso queda obnubilado por los pechos de la que en ese entonces era la mujer más bella del mundo.

    Más allá de estos detalles, el argumento de la novela de Padura es el siguiente: 40 años después de la muerte de Hemingway, en plena calurosa Habana, Mario Conde, teniente de la policía retirado que se gana la vida vendiendo libros de segunda mano, es buscado por un ex subalterno que lo encuentra en un bar, este le dice que en en el jardín de la casa de Hemingway han encontrado los restos de un hombre, que según la autopsia falleció un día antes que el escritor dejara la isla. Al lado del cadáver se encontró una placa del FBI, y antes de dar a conocer la noticia a los medios, Conde tiene que descifrar si fue Hemingway el asesino.

    ¿Por qué el ex subalterno de Conde le dice esto? Uno: Conde renunció a la policía para dedicarse a escribir, cosa no hace. Dos: Conde está solo, depre, porque su mujer se ha ido y no tiene con quien saciar la calentura de la noche tropical. Y tres (lo más importante): Conde es un fanático acérrimo de toda la narrativa de Hemingway, a quien de paso, cuando niño, lo saludó fugazmente.


    Hemingway y su esposa, Mary, en la casa de Finca Vigía, año 1957


    Centrándonos ya en el libro en sí mismo, decir que se trata de una obra sensiblemente más corta que el resto de los reltados de la seria Mario Conde y que la novela Adiós, Hemingway oscila y se desarrolla en dos principales vertientes temporales; en una la voz narrativa, omnisciente y ubicua, elabora lo acontecido durante la susodicha “larga noche del 2 al 3 de octubre de 1958”, precisamente en el interior de Finca Vigía, la casa cubana de Ernest Hemingway (desde 1941), donde éste, meditabundo e introspectivo, descubre en su jardín la chapa de un agente del FBI y poco después ocurre un asesinato nada menos que en la habitación de trabajo del escritor.

     En la otra vertiente es el verano de 1997 en La Habana y Mario Conde, empedernido bibliófilo, ya lleva ocho años de haber dejado la policía (como teniente investigador), a la que renunció para entregarse de cuerpo y alma a la creación literaria, lo cual, mientras subsiste de la compra-venta de libros usados y viejos para ciertos expendios callejeros, aún intenta realizar más allá de sus pálidos escarceos de amateur, signado por su recurrente, onírica e inasible visión ideal de claros visos hemingwayanos: “en su paraíso personal el Conde había hecho del mar, de sus efluvios y rumores, la escenografía perfecta para los fantasmas de su espíritu y de su empecinada memoria, entre los que sobrevivía, como un náufrago obstinado, la imagen almibarada de verse viviendo en una casa de madera, frente al mar, dedicado por las mañanas a escribir, por las tardes a pescar y a nadar y por las noches a hacerle el amor a una mujer tierna y conmovedora, con el pelo húmedo por la ducha reciente y el olor del jabón combatiendo con los aromas propios de la piel dorada por el sol”.

    Pero el meollo es que en el ahora Museo Finca Vigía, las raíces de un centenario árbol caído durante un tormentoso vendaval han exhumado los restos de un cadáver (“muerto entre 1957 y 1960”) y el teniente investigador Manuel Palacios, otrora adjunto del Conde, ha acudido a éste para que lo auxilie con las indagaciones del caso, lo cual, al Conde, le hace recordar, entre otras cosas, aquel lejano día de su niñez (julio 24 de 1960) en que su abuelo Rufino el Conde lo llevó frente al embarcadero de Cojímar y entonces, por primera y única vez en su vida, vio pasar caminando al legendario y controvertido Premio Nobel de Literatura 1954 y pudo gritarle con espontaneidad y candor infantil: “¡Adiós, Jemingüéy!”

    Y si la voz narrativa paulatinamente reconstruye el escenario del crimen y del clandestino entierro (salpimentado con vivencias e íntimas evocaciones y reflexiones que hace el propio Hemingway) y deja una pizca de suspense para que el lector deduzca y ponga los puntos sobre las íes, las indagaciones y conjeturas de Mario Conde (con cierto apoyo de Manolo Palacios) hacen algo semejante.
     
    Habitación de trabajo de Hemingway en Finca Vigía
     
          Mario Conde, protagonista de La neblina del ayer (Tusquets, 2005) [de La cola de la serpiente (Tusquets, 2011)] y de la serie policíaca “Las cuatro estaciones”: Máscaras (Tusquets, 1997), Paisaje de otoño (Tusquets, 1998), Pasado perfecto (Tusquets, 2000) y Vientos de Cuaresma (Tusquets, 2001), en la presente novela rememora y patentiza su personal y crítica lectura y vínculo con la vida y obra de Ernest Hemingway (1899-1961). Es decir, a su modo lo baja del nicho y del pedestal, lo humaniza, lo torna un ser contradictorio y con leyenda negra, vulnerable y debilitado física y narrativamente; lo cual no riñe con los testimonios de dos de sus otrora cercanos empleados. 
     
          Uno de ellos, Toribio el Tuzao, con 102 años de edad y la memoria muy viva, le dice al Conde que Hemingway era un “tremendo hijo de puta, pero le gustaban los gallos”; que “era un apostador nato”, mas “no le importaba el dinero”, sino la pelea y “el coraje de los gallos”. Que “meaba en el jardín, se tiraba de pedos dondequiera. A veces se ponía así, como a pensar, y se iba sacando los mocos con los dedos, y los hacía bolitas. No resistía que le dijeran señor. Pero pagaba más que los otros americanos ricos, y exigía que le dijeran Papa..., decía que él era el papá de todo el mundo”.

    Pero en el condimento de la urdimbre novelística también tienen particular relevancia los episodios de la vida individual y doméstica de Mario Conde (con su perrucho Basura o leyendo desnudo una biografía de Hemingway o añorando a Tamara) y los que vive con dos de sus entrañables compinches de siempre: el Flaco Carlos en su sillón de ruedas (a cuya casa suele acudir a degustar los delirantes platillos que prepara Josefina, la madre de éste) y el Conejo y su dizque “imperturbable sentido dialéctico e histórico del mundo”.

    En tal lindero es donde se entronca el ludismo y la desfachatez de Mario Conde. Por ejemplo, cuando al entrar al Museo Finca Vigía pide que lo dejen solo y entonces, antes de observar y reflexionar el entorno y los oscuros y polémicos entresijos de la historia de Hemingway, se quita sus zapatos y se calza los “viejos mocasines del escritor”; enciende un cigarrillo y se acomoda en “la poltrona personal del hombre que se hacía llamar Papa”. Y luego, en espera de que pase el súbito y veraniego chaparrón, se hecha en la cama de la tercera y última esposa de Hemingway y se queda dormido. 



    Y ya al término, para contarles al Conejo y al Flaco Carlos los pormenores de sus indagaciones, Mario Conde ha querido ir al embarcadero de Cojímar, donde otrora recalaba el yate de Hemingway y de escuincle, con su abuelo Rufino, lo vio pasar. Así, sentados los tres en el muro, ya consumida la tercera botella de ron, miran hacia el mar, hacia el norte, y recuerdan a Andrés, su compinche que emigró siete años antes. Entonces el Conde, que se ha colocado en la cabeza (a la manera de “gorro frigio”, dice) el blúmer negro de Ava Gardner (subrepticiamente hurtado por él en el museo) donde Hemingway solía envolver y guardar su pistola calibre 22, decide escribirle una carta en el papel de una cajetilla de tabacos: 


          “A Andrés, en algún lugar del norte: Cabrón, aquí nos estamos acordando de ti. Todavía te queremos y creo que te vamos a querer para siempre... Dice el Conejo que el tiempo pasa, pero yo creo que eso es mentira. Pero si fuera verdad, ojalá que allá tú nos sigas queriendo, porque hay cosas que no se pueden perder. Y si se pierden, entonces sí que estamos jodidos. Hemos perdido casi todo, pero hay que salvar lo que queremos. Es de noche, y tenemos tremendo peo, porque estamos tomando ron en Cojímar: el Flaco, que ya no es flaco, el Conejo, que no es historiador, y yo, que ya no soy policía y sigo sin poder escribir una historia escuálida y conmovedora de verdad... Y tú, ¿qué eres o qué no eres? Te mandamos un abrazo, y otro para Hemingway, si lo ves por allá, porque ahora somos hemingwayanos cubanos. Cuando recibas este mensaje, devuelve la botella, pero llena.”
          Así, en calidad de “náufragos en tierra firme”, cada uno la firma con su nombre. El Conde la introduce en uno de los pomos vacíos; se quita de la cabeza el otrora oloroso blúmer negro de Ava Gardner, lo mete en la botella, le coloca el corcho y la lanza al mar (previo trago de ron) gritando “con todas las fuerzas de sus pulmones” aquel lejano grito que restallara su garganta de niño: “¡Adiós, Hemingway!”

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