Pedro Antonio Joaquín Melitón de Alarcón y Ariza, novelista español (Guadix, Granada, 10 de marzo de 1833 – Madrid, 19 de julio de 1891). Perteneció al movimiento realista. Se trata de uno de los más destacados autores de este movimiento, uno de los artífices del fin de la prosa romántica
Biografía
Pedro Antonio de Alarcón tuvo una intensa vida ideológica; como sus personajes, evolucionó de las ideas liberales y revolucionarias a posiciones más tradicionalistas. Aunque su familia provenía de hidalgos era más bien humilde, aunque no tanto como para no poder permitirse enviarlo a estudiar Derecho en la Universidad de Granada, carrera que abandonó pronto para iniciarse en la eclesiástica. Aquello tampoco le satisfizo y abandonó en 1853 para marchar a Cádiz, donde funda El Eco de Occidente, junto a Torcuato Tárrago y Mateos, iniciando su carrera periodística en la dirección de este periódico.
Alarcón escribía desde su adolescencia, citándose a don Isidro Cepero como el instigador principal de su inquietud literaria. Su primera obra narrativa, El final de Norma, fue compuesta a los 18 años y publicada en 1855. Sus inquietudes le llevaron a integrarse en el grupo que se llamó la Cuerda granadina.
Se trasladó en 1854 a Madrid, molesto con el entorno reaccionario de Granada. Allí crea un periódico satírico, El látigo, que también dirige, de cierto éxito, con ideología antimonárquica, republicana y revolucionaria. Era un claro heredero de su experiencia en El eco de Occidente.
En 1857, escribe El hijo pródigo, drama de gran éxito. También en 1857 empieza a publicar relatos y artículos de viajes en la publicación madrileña El Museo Universal. Más tarde interviene como soldado y periodista en la guerra de África, recogiendo todo lo que acontecía en la campaña y en su vida allí y que luego mandaba a su editor en una serie de artículos, que se recogieron bajo el título de Diario de un testigo de la guerra de África, en 1859; este libro es especialmente apreciado por su gran y prolija descripción de la vida militar.
Más adelante cultivó la literatura de viajes, contando en diversos artículos sus viajes por Italia (recogidos en De Madrid a Nápoles, 1861) y su Granada natal (La Alpujarra, 1873), en los que el realismo de las descripciones contrasta con la ilusión de una prosa que narra lo cercano y desconocido. Estos artículos rebasan el interés meramente periodístico, constituyendo un ejemplo para toda la literatura de viajes posterior.
En 1865 se casó con Paulina Contreras Rodríguez en Granada, de cuyo matrimonio nacieron cinco hijos, dos varones y tres mujeres. Los varones fallecieron en Madrid en los años de la contienda civil, al igual que dos de las hijas, casándose la única que sobrevivió, Carmen de Alarcón Contreras, con Miguel Valentín Gamazo, de cuyo matrimonio tuvieron tres hijos: María del Carmen, María del Pilar y Miguel Valentín de Alarcón, que falleció en Madrid el 4 de mayo de 2000, siendo el último descendiente directo de Pedro Antonio de Alarcón, pues murió soltero y sin que se sepa que tuviera descendencia.
Como integrante de la Unión Liberal ostentó diversos cargos, siendo el más importante el de consejero de estado con Alfonso XII, en 1875, siendo también diputado, senador y embajador en Noruega y Suecia. Además fue académico de la Real Academia de la Lengua desde 1877.
Hacia 1887, convencido de que en el camino del realismo lo había dado todo, se condenó al silencio. Tal vez influyeron las críticas de sus antiguos correligionarios liberales. Por ejemplo, Manuel del Palacio escribió sobre él lo siguiente:
- Literato, vale mucho;
- folletinista, algo menos;
- político, casi nada;
- y autor dramático, cero.
Su primera obra narrativa fue El final de Norma, que sólo vio publicada en 1855. Comenzó a escribir relatos breves de muy acusados rasgos románticos hacia 1852; algunos de ellos, entroncados con el costumbrismo andaluz, revelaban el influjo de Fernán Caballero, pero otros demuestran la impronta de una atenta lectura de Edgar Allan Poe, de quien introdujo el relato policial con su novela El Clavo, aunque también compuso relatos góticos o de terror a semejanza de su modelo. Desde 1860 hasta 1874 agregó a los relatos la redacción de libros de viajes. Estos últimos son Diario de un testigo de la guerra de África (1859), De Madrid a Nápoles (1861) y La Alpujarra (1873), que suponen ya un acercamiento al realismo. En 1874 publicó El sombrero de tres picos, desenfadada visión del tema tradicional del molinero de Arcos y su bella esposa perseguida por el corregidor. Recogió sus artículos costumbristas en Cosas que fueron (1871) y sus poemas juveniles en Poesías. También intentó el teatro con su drama El hijo pródigo, estrenado en 1875.
En el Diario de un testigo de la guerra de África revela su talento descriptivo, presente también en los apuntes del viaje por Francia, Suiza e Italia y en La Alpuiarra, donde logra insertar la viva realidad en la historia casi legendaria de sus sublevaciones moriscas aproximándose a la novela. Entre 1874 y 1882 aparecieron sus obras más conocidas y famosas: los cuentos y las novelas cortas y extensas. Los relatos breves abarcan las Narraciones inverosímiles, bajo el ya mencionado influjo de Poe a los Cuentos amatorios, que se sitúan entre la sensiblería y el misterio policiaco, destacando El clavo y La comendadora. Otra recopilación son sus Historietas nacionales, de honda raigambre popular y que entroncan con obras similares de Fernán Caballero y Honoré de Balzac y van desde el tema heroico de la resistencia a los invasores franceses hasta el popularismo épico de los bandoleros, pasando por las frecuentes algaradas civiles que al autor le tocó vivir. Destacan El carbonero alcalde, El afrancesado, El asistente y, la que algunos consideran la mejor de todas, El libro talonario.
En 1875 aparece El escándalo, que une el tema religioso a la crítica social. Ofrece una galería romántica de personajes, desde el soñador y enigmático Lázaro hasta el voluble Diego. De entre todos, descuellan el P. Manrique, jesuita consejero de la aristocracia, y el alocado y simpático Fabián Conde. El protagonista de la novela, víctima de sus calaveradas de joven, aprende a asumir su pasado bochornoso mejor que a pretender ocultarlo con mentiras burguesas. Prosiguiendo esa vena moralista, el autor siguió la trayectoria iniciada con dos obras más, El niño de la bola (1878) y La Pródiga (1880), un alegato contra la corrupción de las costumbres. Poco después publicó El capitán Veneno (1881)
Pedro Antonio de Alarcón es ante todo un habilísimo narrador: sabe como nadie interesar con una historia; en sus libros la acción nunca decae y, aunque el cronotopo o marco espaciotemporal de sus novelas suele ser de estilo realista, sus personajes son en el fondo románticos; en el curso de su producción novelística se va convirtiendo en un moralista.
LA OBRA
La Alpujarra de Pedro Antonio de Alarcón ocupa un lugar privilegiado en la historia de la literatura viajera escrita en castellano. En sus páginas se describe el corazón de la Sierra Nevada granadina, un territorio pleno de bellezas que conservaba intacto en el último tercio del siglo XIX el sabor arcaico de sus "tradiciones populares", donde el autor quiere reconocer los últimos indicios vivos de la herencia árabe en Andalucía.
Así, aunque La Alpujarra pueda encuadrarse en el género de los reportajes periodísticos realizados en torno a aspectos políticos y sociales, contiene además de la narración del viaje, un conjunto magnífico de cuadros costumbristas y recreaciones históricas de gran valor literario, como los hechos sucedidos en la región, durante el reinado de Felipe II, con las rebeliones moriscas de Abén Humeya y Abéen Aboo.
Sin olvidar su célebre "De Madrid a Nápoles" o sus "Viajes por España", es La Alpujarra la obra donde la capacidad descriptiva y evocadora de Pedro Antonio de Alarcón alcanza sus máximas cotas literarias, constituyendo el prólogo imprescindible que, muchos años después, animará a otros autores como Gerald Brenan a retomar el estudio antropológico e histórico de la comarca.
De Historia de mis libros, XII “La Alpujarra”
"Sucede con frecuencia en el estadio de la literatura, y sobre todo en los teatros que la masa general del público entiende mejor las obras y se penetra más de su esencia que los críticos de profesión y gentes del oficio; lo cual consiste en qué, dominados éstos por ideas y pasiones de escuela, o empeñados en que cada autor corresponda a determinado molde, no se fijan tanto en lo que por su parte sienten como en lo que piensan, y, antes que al experimento, refieren su crítica a preocupaciones o prejuicios.
Algo de esto pasó cuando publiqué La Alpujarra. Era aquel libro, en su economía interna, un alegato a favor de la tolerancia religiosa; demostraba que la mente de Jesucristo no fue nunca crucificar a los adversarios o desconocedores de su doctrina, como los crucificaron a él los sacerdotes hebreos, sino convertirlos, catequizarlos, salvarlos por medio de la caridad, aún a riesgo de la propia muerte; condenaba yo desde este punto de vista, y también desde el de los intereses patrios, la expulsión de los Judíos y de los Moriscos; concretábame luego a estos últimos, y deploraba que no se hubiesen cumplido las Capitulaciones en cuya virtud se rindió Granada a los cristianos; me quejaba de que la Inquisición obligase, como obligó, por el terror y la violencia, a los rendidos islamitas a dejar sus leyes, trajes y costumbres, y de que los forzara a recibir un bautismo colectivo, inútil y hasta blasfematorio, por cuanto lo aborrecían y despreciaban aquellos mismos hombres y mujeres, viejos y niños , a quienes con una escoba se rociaba de agua bendita, imaginándolos, por ende, convertidos la fe cristiana, lamentaba; en fin, que, con tales atropellos, injusticias y ridiculeces, se les hubiera impulsado a la rebelión y a la venganza, según declara el Tácito español, don Diego Hurtado de Mendoza, cuando era indudable que, de seguirse el primitivo sistema de atracción, beningnidad y buenos ejemplos, practicado y recomendado por Isabel la Católica, el Arzobispo Hernando de Talavera y el gran Tendilla, todos aquellos moros tan inteligentes, cultos y apegados a España, se habrían confundido muy luego con los vencedores, en una sola religión y un solo sentimiento patrio, según que ya iba aconteciendo antes de que el Tribunal del Santo Oficio tomase cartas en el asunto.
Al mismo tiempo que estas ideas de tolerancia y de evangelización pacífica, defendía yo, en varios capítulos de La Alpujarra, la absoluta necesidad de que cada gobierno del mundo costeara y enalteciera la religión de las mayoría de sus administrados o comitentes; impugnaba la flamante teoría de indiferencia o ateísmo del Estado, por ser mi opinión que no pueden subsistir socialmente aquellos pueblos que llegan a desconocer la responsabilidad humana ante un eterno Juez; pedía al Poder público de España que favoreciese y propagase el Catolicismo, bien por medios caritativos y edificantes, adecuados a la divina moral del Evangelio, y aducía, por último, como fundamento de esta demanda, no sólo mi propia adoración a Jesucristo, sino la seguridad y evidencia de que la inmensa mayoría… (¿qué digo mayoría?), la casi totalidad de los españoles que hoy tienen religión positiva son católicos apostólicos romanos.
Pues bien: algunos críticos, no el público; varios censores sistemáticos, no los lectores de buena fe; los propagandistas de la impiedad, en una palabra, se desentendieron del sentido general de mi obra, así como de clarísimas declaraciones contenidas en ella; y, mientras infinidad de gentes leales y despreocupadas (pues también es preocupación el racionalismo ilimitado) me hablaban de la imparcialidad histórica y de la religiosidad abstracta con que había yo defendido los fueros de la conciencia contra la tiranía de los conquistadores, exaltando el espiritualismo de toda fe mística, aunque fueses errónea como la de los moros, sobre el materialismo y la indiferencia religiosa, que imperan hoy en las aulas del Continente europeo, vi que los mencionados apóstoles del ateísmo, indudablemente a sabiendas de que engañaban al público, dieron en la flor de proclamar en letras de molde que La Alpujarra (¡aquel libro en que con tanto afán recomendaba yo la armonía entre la libertad y la fe, o sea las paces entre la Iglesia y la democracia!) no pasara de ser el “engendro más o menos artístico y literario, de un intolerante de siete suelas, inquisidor de tomo y lomo, y enemigo implacable de los mahometanos y de los judíos”; con lo cual, y con la indulgencia de algunos neocatólicos muy amables, que por entonces me regalaban su gratuito aplauso, halléme de pronto convertido, a los ojos de los filosofastros imberbes, en una especie de Torquemada…
Mucho me hizo reír entonces el verme con este disfraz que me endosaron juntamente la malevolencia de unos y la sagacidad de otros… En medio de todo, y comparados los terroristas de la derecha con los terroristas de la izquierda, más agradable érame el trato de los atildados, discretos y corteses inquisidores sin ejercicio, hacia cuyo campo me empujaban todos, que la compañía o las celebraciones de aquellos petroleros morales, faltos de aseo intelectual y social, cuyo primer saludo en mitad de la calle era decirme “¡Cuánto más valdrían los libros de usted si hablasen pestes de Dios, de la Virgen y de los Santos!” Pero como hoy, al hacer este mi testamento, debo exponer seriamente las cosas, declaro, en confirmación del espíritu y letra de La Alpujarra, que tan enemigo soy de un terror como de otro; que lo mismo condeno y condené siempre a los moriscos que martirizaban cristianos, que a los cristianos que martirizaban moriscos; que aborrezco toda violencia en materias de fe; que, a fuer de hijo del Evangelio, soy tolerante y liberal en el buen sentido de ambas palabras, y que dentro de esa tolerancia y de ese liberalismo cabe y aconsejo una constante predicación pacífica (no meramente con palabras, sino también con ejemplos) de las excelencias y ventajas de la Religión… española.
Para las restantes aclaraciones y advertencias, me remito a los Prolegómenos con que empieza mi libro; y en cuanto a los defectos de la composición y del lenguaje, cedo la palabra a mis peores adversarios, conformándome desde ahora con sus críticas, por duras que resulten, con tal que ellos se resignen, en cambio, que se puede muy bien no ser intolerante ni ultramontano, aun no siendo tampoco materialista ni impío. Dicho lo cual, terminaré añadiendo, pues así me lo preceptúa la gratitud, que comencé a escribir La Alpujarra el mismo día que cumplí cuarenta años de edad (10 de marzo de 1873) en una hermosa Dehesa, hoy Colonia, de la provincia de Cáceres, como huésped de mi querido amigo el señor don Joaquín Boix, entre un magnífico pinar lleno de medrosa poesía, y aquellas alegres orillas del Tiétar, que describo en mi Visita al monasterio de Yuste".
OPINION PERSONAL
Tenía muchisimas ganas de leer a alguno de nuestros clasicos. Algunos dirán que Alarcón es un clasico menor, de esos que casi pasan desapercibidos con apenas un par de lineas en los manuales de Literatura Española. Que gran error !!! Lo cierto es que produjo una vastísima obra y que sólo hay que leerla un poco para darse cuenta de que estamos ante uno de los gigantes de la Literatura Española.
Centrandonos en el libro que hoy nos ocupa, La Alpujarra, subtitulada "Sesenta leguas a caballo, precedidas de seis en diligencia", hay que decir en primer lugar que se trata de un libro de viajes, y escrito impecablemente. Hacía mucho tiempo que no me recreaba tanto leyendo, es el placer de lectura, regocijarse con su sintaxis, maravillarse ante su vasta cultura, sin llegar a la pedanterìa, instruirse al fin y al cabo. Sólo añadir al respecto que ante éste libro, las obras de otros muchos escritores españoles más famosos para el gran público, incluyendo a algún Premio Nobel, en lo que respecta a la literatura de viajes, quedarían como simples diarios de excursionistas domingueros.
Pero "La Alpujarra" es más que un libro de viajes. Además de las bellísimas y detalladas descripciones de la comarca, sus lugares, sus villas, sus gentes, etc, Alarcón nos regala una literaria exposición de la historia de la comarca, concretamente la referida a la conquista por los Reyes Catolicos y consiguiente expulsión del último rey nazarí de Granada, Boabdil, y después, más extensamente, los hechos acaecidos durante la llamada Rebelion de las Alpujarras o "Rebelión de los Moriscos", encabezada por Aben Humeya (o Don Fernando de Válor), ocurrida ochenta años después de la reconquista de Granada por los Reyes Catolicos (1568-71).
En definitiva y para concluir, recomendaría a todo el que lea éstas lineas que si quiere disfrutar de un libro magistralmente escrito y que además nos instruye sobre una comarca y una epoca historica bastante desconocidas para el gran público, consiguiera cuanto antes un ejemplar de La Alpujarra, y se regocije como un servidor lo ha hecho.
ACTUALMENTE LEYENDO: EL GENERAL EN SU LABERINTO (GABRIEL GARCIA MARQUEZ)
ACTUALMENTE LEYENDO: EL GENERAL EN SU LABERINTO (GABRIEL GARCIA MARQUEZ)
En esta obra se mezclan la clásica concepción de los libros de viajes con la indagación histórica y otras reflexiones de índole religiosa. Así, Alarcón, a la vez que describe con gran maestría la geografía y etnografía de la comarca granadina, va también revisando la historia de la sublevación de los moriscos y de su líder Abén Humeya. Sin embargo, todo esto no deja de ser un tapiz de fondo, concebido como una herramienta para ayudar a mostrar sus concepciones de tolerancia religiosa, dentro de la óptica de un catolicismo moderado. En esta edición se han introducido, a modo de prólogo, las propias palabras sobre La Alpujarra que su autor escribe en su obra Historia de mis libros.
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