lunes, 22 de abril de 2013

LIBROS QUE HE LEIDO: PASADO PERFECTO (Leonardo Padura)



EL AUTOR

Leonardo Padura Fuentes (La Habana, 1955) es un novelista y periodista cubano, conocido especialmente por sus novelas policiacas del detective Mario Conde. El Gobierno de España concedió en 2011 la ciudadanía de ese país a Padura, quien sigue viviendo en Cuba.

Nacido en el barrio de Mantilla, hizo sus estudios preuniversitarios en el de La Víbora, de donde es su esposa Lucía; naturalmente, estas zonas de La Habana, muy ligadas espiritualmente a Padura, se verán reflejadas más tarde en sus novelas. Padura estudió Literatura Latinoamericana en la Universidad de la Habana y comenzó su carrera como periodista en 1980 en la revista literaria El Caimán Barbudo; también escribía para el periódico Juventud Rebelde. Más tarde se dio a conocer como ensayista y escritor de guiones audiovisuales y novelista.



Su primera novela —Fiebre de caballos—, básicamente una historia de amor, la escribió entre 1983 y 1984. Pasó los 6 años siguientes escribiendo largos reportajes sobre hechos culturales e históricos, que, como él mismo relata, le permitían tratar esos temas literariamente.  En aquel tiempo empezó a escribir su primera novela con el detective Mario Conde y, mientras lo hacía, se dio cuenta "que esos años que había trabajado como periodista, habían sido fundamentales" en su "desarrollo como escritor". "Primero, porque me habían dado una experiencia y una vivencia que no tenía, y segundo, porque estilísticamente yo había cambiado absolutamente con respecto a mi primera novela", explica Padura en una entrevista a Havana-Cultura.

Las policiacas de Padura tienen también elementos de crítica a la sociedad cubana. Al respecto, el escritor ha dicho: "Aprendí de Hammett, Chandler, Vázquez Montalbán y Sciascia que es posible una novela policial que tenga una relación real con el ambiente del país, que denuncie o toque realidades concretas y no sólo imaginarias".

Su personaje Conde —desordenado, frecuentemente borracho, descontento y desencantado, "que arrastra una melancolía", según el mismo Padura— es un policía que hubiera querido ser escritor y que siente solidaridad por los escritores, locos y borrachos. Las novelas con este teniente han tenido gran éxito internacional, han sido traducidas a varios idiomas y han obtenido prestigiosos premios. Conde, señala el escritor en la citada entrevista, refleja las "vicisitudes materiales y espirituales" que ha tenido que vivir su generación. "No es que sea mi alter ego, pero sí ha sido la manera que yo he tenido de interpretar y reflejar la realidad cubana", confiesa.

Conde, en realidad, "no podía ni quería ser policía" y en Paisaje de otoño (1998) deja la institución y cuando reaparece en Adiós Hemingway (2001) está ya dedicado a la compraventa de libros viejos.

Tiene también novelas en las que no figura Conde, como El hombre que amaba a los perros (2009), donde las críticas a la sociedad cubana alcanza sus cotas más altas.

Padura ha escrito también guiones cinematográficos, tanto para documentales como para películas de argumento.

Vive en el barrio de Mantilla, el mismo en el que nació. Al preguntarle por qué no puede dejar La Habana, el ambiente de su historia, ha dicho: “Soy una persona conversadora. La Habana es un lugar donde se puede siempre tener una conversación con un extranjero en una parada de guaguas”.

EL LIBRO



El primer fin de semana de 1989 una insistente llamada de teléfono arranca de su resaca al teniente Mario Conde, un policía escéptico y desengañado. El Viejo, su jefe en la Central, le llama para encargarle un misterioso y urgente caso: Rafael Morín, jefe de la Empresa de Importaciones y Exportaciones del Ministerio de Industrias, falta de su domicilio desde el día de Año Nuevo. Quiere el azar que el desaparecido sea un ex compañero de estudios de Conde, un tipo que ya entonces, aun acatando las normas establecidas, se destacaba por su brillantez y autodisciplina. Por si fuera poco, este caso enfrenta al teniente con el recuerdo de su antiguo amor por la joven Tamara, ahora casada con Morín. «El Conde» -así le conocen sus amigos-, irá descubriendo que el aparente pasado perfecto sobre el que Rafael Morín ha ido labrando su brillante carrera ocultaba ya sus sombras.

IMPRESION PERSONAL

Leonardo Padura nos ofrece con sus novelas un retrato hermoso, sugerente y agridulce de La Habana, la ciudad que lo vio nacer, concretamente en el barrio de Mantilla. Un retrato que se centra en lo cotidiano, en las personas que la habitan y en la realidad cubana, lejos del panfleto político de otros autores o medios de comunicación. La intención de Padura es reflejar las grandezas y miserias de su generación, así como la profunda sensación de melancolía que ha quedado grabada en tantos y tantos cubanos.

El vehículo para presentar todas estas ideas es el detective Mario Conde, cuyo nombre nos resulta más que familiar a los lectores españoles. Mario soñaba con ser escritor, con escribir un libro "escuálido y conmovedor", pero las vueltas de la vida terminaron encontrándole un hueco en la policía. De este modo, Mario debe enfrentarse día a día con la más cruda realidad, que poco a poco va minando el espíritu soñador e idealista que tuvo el personaje durante su adolescencia.

Es una novela ambientada en el suave pero desolador invierno de La Habana, y arranca con la descripción más certera y original de una resaca que jamás se haya escrito. Y es que el gusto de Mario por el ron va más allá de lo aconsejable, pero sin este brebaje tal vez no podría soportar la presión de su soledad, de su falta de amor, y de ver cómo sus sueños y los de sus amigos de la infancia no han terminado de cumplirse con el paso de los años.

Creo que merece la pena transcribir literalmente el p rincipio del libro, donde se presenta al protagonista, que es despertado con una gran resaca, por los timbrazos del telefono, no tiene desperdicio;

"No necesito pensarlo para comprender que lo más difícil sería abrir los ojos. Aceptar en las pupilas la claridad de la mañana que resplandecía en los cristales de las ventanas y pintaba con su iluminación gloriosa toda la habitación, y saber entonces que el acto esencial de levantar los párpados es admitir que dentro del cráneo se asienta una masa resbaladiza, dispuesta a emprender un baile doloroso al menor movimiento de su cuerpo. Dormir, tal vez soñar, se dijo, recuperando la frase machacona que lo acompañó cinco horas antes, cuando cayó en la cama, mientras respiraba el aroma profundo y oscuro de su soledad. Vio en una penumbra remota su imagen de penitente culpable, arrodillado frente al inodoro, cuando descargaba oleadas de un vómito ambarino y amargo que parecía interminable.
Pero el timbre del teléfono seguía sonando como ráfagas de ametralladora que perforaban sus oídos y trituraban su cerebro, lacerado en una tortura perfecta, cíclica, sencillamente brutal. Se atrevió. Apenas movió los párpados y debió cerrarlos: el dolor le entró por las pupilas y tuvo la simple convicción de que quería morirse y la terrible certeza de que su deseo no iba a cumplirse. Se sintió muy débil, sin fuerzas para levantar los brazos y apretarse la frente y entonces conjurar la explosión que cada timbrazo maligno hacía inminente, pero decidió enfrentarse al dolor y alzó un brazo, abrió la mano y logró cerrarla sobre el auricular del teléfono para moverlo sobre la horquilla y recuperar el estado de gracia del silencio.
Sintió deseos de reír por su victoria, pero tampoco pudo. Quiso convencerse de que estaba despierto, aunque no podía asegurarlo. Su brazo colgaba a un costado de la cama, como una rama partida, y sabía que la dinamita alojada en su cabeza lanzaba burbujas efervescentes y amenazaba con explotar en cualquier momento. Tenía miedo, un miedo demasiado conocido y siempre olvidado. También quiso quejarse, pero la lengua se le había fundido en el fondo de la boca y fue entonces cuando se produjo la segunda ofensiva del teléfono. No, no, coño, no, ¿por qué?, ya, ya, se lamentó y llevó su mano hasta el auricular y, con movimientos de grúa oxidada, lo trajo hasta su oreja y lo soltó.
Primero fue el silencio: el silencio es una bendición. Luego vino la voz, una voz espesa y rotunda y creyó que temible.
—Oye, oye, ¿me oyes? —parecía decir—, Mario, aló, Mario, ¿tú me oyes? —Y le faltó valor para decir que no, que no, que no oía ni quería oír, o, simplemente, está equivocado.
—Sí, jefe —logró susurrar al fin, pero antes necesitó aspirar hasta llenarse los pulmones de aire, obligar a sus dos brazos a trabajar y llegar a la altura de la cabeza y conseguir que sus manos distantes apretaran las sienes para aliviar el vértigo de carrusel desatado en su cerebro.
—Oye, ¿qué te pasa?, ¿eh? ¿Qué cosa es lo que te pasa? —era un rugido impío, no una voz.
Volvió a respirar hondo y quiso escupir. Sentía que la lengua le había engordado, o no era la suya.
—Nada, jefe, tengo migraña. O la presión alta, no sé...
—Oye, Mario, otra vez no. Aquí el hipertenso soy yo, y no me digas más jefe. ¿Qué te pasa?
—Eso, jefe, dolor de cabeza.
—Hoy amaneciste vestido de jodedor, ¿verdad? Pues mira, oye esto: se te acabó el descanso.
Sin atreverse a pensarlo abrió los ojos. Como lo había imaginado, la luz del sol atravesaba los ventanales y a su alrededor todo era brillante y cálido. Fuera, quizás, el frío había cedido y hasta podría ser una linda mañana, pero sintió deseos de llorar o algo que se le parecía bastante.
—No, Viejo, por tu madre, no me hagas eso. Éste es mi fin de semana. Tú mismo lo dijiste.
¿No te acuerdas?
—Era tu fin de semana, mi hijito, era. ¿Quién te mandó a meterte a policía?
—Pero, ¿por qué yo, Viejo? Si ahí tienes una pila de gentes —protestó y trató de incorporarse. La carga móvil de su cerebro se lanzó contra la frente y tuvo que cerrar otra vez los ojos. Una náusea rezagada le subió desde el estómago y descubrió, con una punzada, los deseos inaplazables de orinar. Apretó los dientes y buscó a tientas los cigarros en la mesa de noche.
—Oye, Mario, no pienso poner el tema a votación. ¿Sabes por qué te toca a ti? Pues porque a mí me da la gana. Así que mueve el esqueleto: levántate.
—¿Tú no estás jugando, verdad?
—Mario, no sigas... Ya estoy trabajando, ¿me entiendes? —advirtió la voz y Mario supo que sí, que estaba trabajando—. Atiende: el jueves primero denunciaron la desaparición de un jefe de empresa del Ministerio de Industrias, ¿me oyes?
—Quiero oírte, te lo juro.
—Sigue queriendo y no jures en vano. La esposa hizo la denuncia a las nueve de la noche, pero todavía el hombre sigue sin aparecer y lo hemos circulado por todo el país. La cosa me huele mal. Tú sabes que en Cuba los jefes de empresa con rango de viceministro no se pierden así como así —dijo el Viejo, consiguiendo que su voz denotara toda su preocupación. El otro, al fin sentado en el borde de la cama, trató de aliviar la tensión.
—Yo no lo tengo en el bolsillo, por mi madre.
—Mario, Mario, corta ahí la confianza —y era otra voz—. El caso ya es de nosotros y te espero aquí en una hora. Si tienes la presión alta te pones una inyección y arrancas para acá.
Descubrió la cajetilla de cigarros en el suelo. Era la primera alegría de aquella mañana. La cajetilla estaba pisoteada y mustia, pero la miró con todo su optimismo. Se deslizó por el borde del colchón hasta sentarse en el suelo. Metió dos dedos en el paquete y el tristísimo cigarro le pareció un premio a su formidable esfuerzo.
—¿Tú tienes fósforos, Viejo? —le dijo al teléfono.
—¿A qué viene eso, Mario?
—No, nada. ¿Qué estás fumando hoy?
—Ni te lo imaginas —y la voz sonó complacida y viscosa—. Un Davidoff, regalo de mi yerno por el fin de año.
Y él pudo imaginar lo demás: el Viejo contemplaba la capa sin nervios de su habano, aspiraba el humo tenue y trataba de mantener el centímetro y medio de ceniza que hacía perfecta la fumada. Menos mal, pensó él.
—Guárdame uno, ¿está bien?
—Oye, tú no fumas tabaco. Compra Populares en la esquina y ven para acá.
—Ya, ya lo sé... Oye, ¿y cómo se llama el hombre?
—Espérate... Aquí, Rafael Morín Rodríguez, jefe de la Empresa Mayorista de Importaciones y Exportaciones del Ministerio de Industrias.
—Espérate, espérate —pidió Mario y observó su desganado cigarro. Le temblaba entre los dedos, pero quizá no fuera por el alcohol—. Creo que no te oí bien. ¿Rafael qué dijiste?
—Rafael Morín Rodríguez. ¿Copiaste ahora? Bueno, ya te van quedando cincuenta y cinco minutos para llegar a la Central —dijo el Viejo y colgó.
El eructo vino como la náusea, furtivo, y un sabor a alcohol ardiente y fermentado ganó la boca del teniente investigador Mario Conde. En el suelo, junto a sus calzoncillos, vio su camisa. Lentamente se arrodilló y gateó hasta alcanzar una manga. Sonrió. En el bolsillo encontró los fósforos y al fin pudo encender el cigarro, que se había humedecido entre sus labios. El humo lo invadió, y después del hallazgo salvador del cigarro maltratado, aquélla se convirtió en la segunda sensación agradable de un día que empezaba con ráfagas de ametralladoras, la voz del Viejo y un nombre casi olvidado. Rafael Morín Rodríguez, pensó. Apoyándose en la cama se puso de pie y en el trayecto sus ojos descubrieron sobre el librero la energía matinal de Rufino, el pez peleador que recorría la interminable redondez de su pecera. «¿Qué hubo,Rufo?», susurró y contempló las imágenes del más reciente naufragio. Dudó si debía recoger el calzoncillo, colgar la camisa, alisar su viejoblue-jean y poner al derecho las mangas de su jacket. Después. Pateó el pantalón y caminó hacia el baño, cuando recordó que se estaba orinando desde hacía muchísimo tiempo. De pie ante la taza estudió la presión del chorro que levantaba espuma de cerveza fresca en el fondo del inodoro, que no era tal, pues apestaba y hasta su nariz embotada subió la fetidez amarga de sus desechos. Vio caer las últimas gotas de su alivio y sintió en los brazos y las piernas una flojera de títere inservible que añora un rincón tranquilo. Dormir, tal vez soñar, si pudiera.
Abrió el botiquín y buscó el sobre de las duralginas. La noche anterior había sido incapaz de tomarse una y ahora lo lamentaba como un error imperdonable. Acomodó tres pastillas en la palma de la mano y llenó un vaso de agua. Lanzó las pildoras contra la garganta irritada por las contracciones del vómito y bebió. Cerró el botiquín y el espejo le devolvió la imagen de un rostro que le resultó lejanamente familiar y a la vez inconfundible: el diablo, se dijo, y apoyó las manos sobre el lavabo. Rafael Morín Rodríguez, pensó entonces, y también recordó que para pensar necesitaba una taza grande de café y un cigarro que no tenía, y decidió expiar todas sus culpas conocidas bajo la frialdad punzante de la ducha.
—Me cago en la mierda, qué desastre —se dijo cuando se sentó en la cama a embadurnarse la frente con aquella pomada china, cálida y salvadora, que siempre lo ayudaba a vivir."
Padura también ahonda en la realidad social de Cuba a través de los crímenes y misterios que debe resolver Mario, si bien no dejan de ser un añadido a lo que de verdad importa, que es la vida de sus personajes. En esta ocasión, Mario debe investigar la desaparición del director de la empresa de importaciones y exportaciones del Ministerio de Industrias.

Ministerio de Industria, La Habana

Padura es cubano, y escribe a lo cubano y sus personajes hablan cubano porque no pueden hablar otra cosa. Y así, hay cosas que yo, que no hablo cubano, ni nada que se le parezca,  no entiendo pero me da igual. De hecho, casi me gusta no entender esas cosas. Las leo por dentro y luego las leo en voz alta, a lo cubano, y sigo sin entenderlas pero ¡suenan tan bien! Porque esa es una gracia del libro, hay cosas que no entiendes pero no hace falta, suenan genial. Las lees en voz alta y te parece que estás en Cuba, donde todo es suave, caliente y lento, aunque eso signifique que a veces es demasiado suave, demasiado caliente y demasiado lento.


Mansion en la Avenida Santa Catalina (municipio 10 de Octubre, La Habana, donde Padura ubica la vivienda del ejecutivo desaparecido


También sabe transmitirte la idea de esa miseria que no es miseria sino una forma de vivir, porque no te queda otra. Esa sensación de fatalidad que lo envuelve todo y con la que uno aprende a vivir, riéndose siempre que se puede de las absurdidades de la vida, porque no te queda otra.

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